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Gonzalo Alfaro Fernández


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Habemus tontos


El control absoluto de los ciudadanos es el sueño común de todos los dirigentes con ínfulas dictatoriales. Una de las más preciadas ventajas que aporta este sometimiento a un gran hermano estatal es que acobarda y atempera el carácter, disuade al espíritu rebelde de manifestarse y acostumbra al ciudadano a una discreta sumisión. La razón de ello es que sólo un hombre que se sabe a ciencia cierta libre de espionaje -o que los tiene más grandes que el toro de Osborne- da rienda suelta a su pensamiento y se permite la más honesta relación con sus semejantes. Especialmente si contraviene los santos mandamientos del fundamentalismo reinante. Por el contrario, a quien teme algún tipo de represalia o chantaje y no ha sido agraciado con los cascabeles de Rasputín, lo normal es que el miedo inhiba su franqueza en la palabra y atenace sus músculos en la acción. De donde se deduce que un mundo de personas espiadas es un mundo de almas enmascaradas. De hipócritas, para entendernos. El mundo soñado por cualquier tirano que se precie. Es la única forma de imponer con garantías una voluntad ajena a la popular sin miedo a la insurrección. Ya saben, te odio pero te alabo. Por si las moscas.

   Y ahora, aclarado lo obvio, un par de observaciones.

   Las tarjetas de crédito y el dni electrónico son eficaces rastreadores. Mejores que un sabueso adiestrado por el encantador de perros. Pero todavía puede uno, a costa de tomarse ciertas molestias -o de renunciar a ciertas comodidades, según se mire- despistar a las autoridades. Así que ya se han aplicado a mejorar el invento. Se ve que no consideran excesivo el rastreo al que el personal es sometido como si de vulgares delincuentes se tratase. ¿A alguien le parece paradójico que tal hagan aquéllos que babean cuando pronuncian las palabras libertad y democracia? ¿A estas alturas tales dudas? A mí me parece lógico que hayan reaccionado para poner fin a este pasatiempo prestidigitador a que juegan los ciudadanos. ¡Hasta aquí podíamos llegar! ¿Quién quiere ser libre si no se siente seguro? ¿No es mejor vivir en el redil todos juntos en santa compañía, bien comidos y protegidos? ¿Qué significa el sacrificio de ser marcados a fuego si a cambio nos libran de vivir en la estepa solitaria como lobos hambrientos? ¿Han oído hablar de ese proyecto tan sofisticado del chip implantable? Lo dejo caer para que se informen y reflexionen un poco sobre lo que se les viene encima. Aunque si me lo permiten, y a modo de introducción al tema, expondré brevemente mi opinión al respecto.

   Mis temores, quiero decir.

   Verán, considero que hay dos factores que incrementan a niveles apocalípticos la peligrosidad de la plutocracia planetaria: el agotamiento de los recursos naturales y el avance tecnológico que, recordemos, no es progresivo sino exponencial. Lo de la implantación de un chip inteligente en las personas, que las mantendría siempre bajo control, significa restringir prácticamente a cero su libertad. De movimiento y de pensamiento. No exagero si digo que podrán saber hasta si les emociona más comerse una manzana, ver una peli de Kurosawa o escalar el Himalaya. El chip-pulsómetro, que contendrá toda su información vital, será al mismo tiempo dni, pasaporte, cartilla sanitaria, uvi ambulante y tarjeta de crédito. Con la excusa de su salud, su seguridad y su bienestar, faltaría más.

   Pero lo más siniestro del invento es que les permitirá anularlos como ciudadanos. Como lo oyen. Bastará con apretar un botón. Como si les colocaran en el hígado un interruptor encendido/apagado y se quedaran con el mando a distancia. Al inicio sería un hacedor de proscritos. Nada más. Eso sí, de proscritos condenados a morir, literalmente, de hambre. Sin un céntimo, ni posibilidad de tenerlo. Porque si las cosas las hacen bien, en un futuro desaparecerá el dinero físico como tal. Todo él será electrónico. Esto significa que se acabará el guardarlo bajo el colchón por si sobreviene el tiempo de las vacas flacas y los banqueros gordos. Lo más parecido serán los paraísos fiscales. Pero ya sabemos que las tumbonas de los paraísos están todas reservadas. Si les apagan el chip, adiós muy buenas. Ni el santoral entero les salvará el pellejo. Nadie los podrá ayudar, pues todo préstamo se hará por transferencia y su cuenta habrá sido anulada. En resumen, ajo y agua. Ni dinero para comer, ni asistencia sanitaria ni identidad. Serán invisibles. Aunque detectables, eso sí, por los millones de detectores que habrá en cada esquina para denunciar a los pobres desgraciados que se resistan a pegarse un tiro. En resumen, anular a una persona será tan sencillo como beberse una limonada.

   El otro peligro al que aludía, el del agotamiento de los recursos naturales, potencia la peligrosidad de los avances tecnológicos. Especialmente aplicados a medios de control absoluto de la población como el chip implantable. Y les explicaré por qué.

   Una vez que los recursos naturales se vayan agotando y los avances tecnológicos hagan que deje de ser necesaria tanta mano de obra, el número de gente improductiva económicamente se multiplicará. De modo que si algo le sobrará a la plutocracia mundial será gente inútil en el planeta consumiendo los recursos que se agotan y que en breve pueden llegar a faltarles a ellos. Piensen: si movidos por la codicia provocan carnicerías, hambrunas y demás filántropas acciones –lo más parecido a una ONG que han fundado ha sido el FMI, tiemblen ustedes- imagínense de lo que serán capaces cuando ya no sea una cuestión de codicia sino de pura y dura supervivencia. Llegados a este punto, ¿se imaginan lo que harán? Se lo digo yo: se comerán hasta los intestinos de sus muertos. Pero antes de llegar a extremo tan nauseabundo añadirán una cápsula con cianuro al dichoso chip. ¡No se me alteren y me tachen de exagerado! Piénsenlo con calma, sería en realidad lo más inteligente. A eso se le llama en el argot empresarial optimización del invento. Y en manos de la mafia financiera estamos y estarán, no lo olviden. Así que cuando el ciclo productivo de un ser humano se termine lo borrarán del mapa de forma piadosa. Para que no sufra más. Ni ellos ni los que queden vivos. Matarían de esta forma, como quien dice, dos pájaros de un tiro, porque los muertos ni consumen recursos ni exigen onerosas pensiones. ¿Creen que es ciencia-ficción? Si las tornas no cambian ustedes descuídense y luego me cuentan. Vengan a bañarme la mortaja con sus lágrimas de indignación. Pero no se lo tomen a mal si alguna que otra vez regreso de ultratumba para partirme de la risa. En el fondo les estará bien merecido. Por borregos.

   La otra observación que quería hacer concierne a internet. Al presente. O a la ciencia-ficción de los anticuados y los luditas. Alguien podría haber dicho de internet, cargado de cínico humor y parodiando al mítico Armstrong: es un pequeño revulsivo para el ciudadano, pero un gigantesco lazo para el Gobierno. Y no andaría desacertado. Aunque se hubiera quedado corto. Porque yo más que un lazo diría que nos han lanzado una soga de ahorcado.

   Cuando nos conectamos a la Red dejamos una huella indeleble de nuestro deambular por esos lares cibernéticos. Hasta un fumador empedernido de tabaco verde nos olería. Todos nuestros movimientos quedan automáticamente grabados en el Gran Registro Virtual. El libro gordo de Petete de la Autoridad. Porque como tal puede utilizarlo para saber los dimes y diretes de todo hijo de vecino. Y mucho más. Así, la autoridad pertinente pasa a ser impertinente, pues el usuario no sabe quién lo vigila ni con qué intenciones. ¿No los inquieta? ¿No creen que esta recopilación de información tan íntima viola todos nuestros derechos fundamentales y poco menos que nos desnuda frente a quien maneja nuestros datos, concediéndole un poder ilimitado sobre nosotros? Díganme, al conocer hasta nuestros más inconfesables secretos, ¿no quedamos irremediablemente en sus manos para cualquier abuso que se les antoje?

   He aquí la respuesta a la pregunta que muchos se hacen. Lo que explica  por qué la mayoría de los gobiernos permiten la libertad de movimiento en internet –compaginándola, por supuesto, con el adoctrinamiento subliminal del colectivo que tan potente herramienta les permite-. La respuesta no es sino que ese pequeño contratiempo es compensado con creces por la ingente y valiosa información que recopilan. Esa falsa libertad que le conceden al usuario es un infalible cebo que lo hace caer en la trampa. En la trampa que convierte a cada internauta en su propio delator. El ciudadano, inocente, se ha instalado en su domicilio el fatal ojo orwelliano.

   Miren ustedes, hay cosas que no hay por dónde cogerlas. La excusa de combatir la delincuencia y el terrorismo no justifica que cada internauta sea espiado como un criminal. Por la misma razón que no sería de recibo que a cada ciudadano se le asignara un espía que se le pegara como una lapa las veinticuatro horas del día. Porque sí, por si acaso. Aparte de que en cuatro días se vaciarían las arcas públicas con semejante dispendio, la gente clamaría al cielo contra tal insolencia. Vamos, que la sublevación no dejaría títere con cabeza. Pues bien, lo de pinchar el teléfono o colocar cámaras en la calle se queda en un chiste si lo comparamos con la aberración espiatoria de barra libre de internet. Se está sentando un precedente enormemente peligroso. Una barrera que jamás debería haberse cruzado. Porque convendrán conmigo en que espiar a los que atentan contra la ley, o a aquellos sobre los que se tienen fundadas sospechas de que andan metidos en asuntos turbios, es más que lógico: es necesario. Pero vigilar y grabar a todo el mundo es cruzar la frontera. O en otras palabras, es pasarse por el forro la presunción de inocencia y los principios constitucionales, tratando a todo ciudadano como un potencial enemigo. ¡Ni Fernando VII era tan retorcido! Qué quieren que les diga, simplemente, no es de recibo. Y todavía es más grave la cosa si tenemos en cuenta que en internet la intimidad se pisotea con más virulencia de la acostumbrada. Porque el espía ya no se limita a seguir a la víctima a una distancia prudencial, sentarse en la mesa del fondo para vigilar a los comensales o preguntar en el ayuntamiento algunos datos personales. Ahora se mete en el propio domicilio y comparte los momentos más íntimos del personal: escucha las conversaciones privadas, ojea los correos electrónicos como si de folletines públicos se tratase, investiga nuestros gustos y preferencias, deduce nuestras aversiones y fobias por las web que visitamos, sabe si somos poperos, rockeros o flamencos y hasta conoce al dedillo nuestros movimientos bancarios y de pelvis. En fin, todo, todito, todo. ¿Me puede explicar alguien dónde queda nuestra libertad y nuestro derecho a la intimidad?

   Y ahora una última reflexión para finiquitar el tema y hacerle mascar un pimiento de las Indias a algunos descerebrados.

   Vistas las argucias del poder para someternos a tan estrecho control, ¿qué piensan de esos sujetos con alma de marujas y sensibilidad de hienas que contribuyen voluntariamente a esta intolerable vigilancia con sus cámaras megapijas en mano, grabando sin permiso a todo hijo de Cristo para poner luego el video en youtube? Ya no puede uno ni echar una cana al aire en el lugar más recóndito del planeta sin riesgo de que un subnormal entrometido, sin escrúpulos ni el más mínimo sentido del decoro, inmortalice el momento. Un delator abominable que condena todo comportamiento anormal al escarnio de su exhibición pública en la red. Un esbirro sin licencia ni dignidad. Sí, cuidado porque en cualquier rincón del planeta te puede estar acechando el idiota o pervertido de turno con su cámara de vídeo y que, a falta de talento cinematográfico y neuronas, consume su tiempo libre practicando el onanismo mental de sus quince segundos de gloria bastarda. El muy cerdo.

   Pero lo que escama es la impunidad con que semejantes deficientes acechan a los demás. Porque les sale gratis la bellaquería. Claro que, ¿cómo no habría de ser así? La autovigilancia ciudadana es el mayor regalo que se le puede hacer a los que manejan el cotarro. ¿Cómo van a castigar a quien les hace el trabajo sucio? Y es que los pocos movimientos libres que el Estado tiene la gracia de concedernos se encarga el imbécil de turno de pisotearlos. Restringiendo el coto y el choto, con perdón. Qué razón llevaban aquellos que dijeron que en este país no cabe un idiota más o que una ardilla podría recorrer el país sin pisar el suelo, saltando de tonto en tonto. La realidad no hace sino confirmarlo. En lugar de manifestarse la ciudadanía contra el fraudulento e inmoral abuso de poder de las autoridades al inmiscuirse en nuestras vidas privadas con una política intrusiva intolerable que cada vez nos aleja más del sueño de un país libre y democrático para acercarnos a uno con visos de Estado policial, los hay rematadamente tontos que ayudan a atar lo soga aún más corta, contribuyendo a la causa.

   Si es que éramos pocos y parió la abuela...

   Que sean felices…


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