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Gonzalo Alfaro Fernández


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El Estado del Bienestar


Lograr el Estado del Bienestar no es fácil, pero sí la más noble aspiración de una sociedad. Para alcanzarlo es necesario asentar firmemente 7 pilares:


  Una ciudadanía responsable, educada (en el más amplio sentido del término), cívica, solidaria, orgullosa, madura y cohesionada. Una ciudadanía que entienda que el bien común es la esencia de la sociedad y que la función de un gobierno no es otra que la de administrar los recursos públicos con este fin. Por lo tanto, cualquier gobierno que ponga sus miras en algo distinto será declarado ilegítimo y el pueblo tendrá no ya el derecho, sino la obligación de destituirlo y enjuiciar a sus miembros por delitos de lesa humanidad. Una ciudadanía que no defienda a ultranza esta convicción jamás gozará del Estado del Bienestar y será fácilmente corrompida.

  Separación e independencia absoluta de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial.

  Todos los ciudadanos pagarán sus impuestos contribuyendo con el mismo porcentaje de su renta. La única excepción se aplicará a las rentas más bajas, cuyo porcentaje será menor e incluso se eximirá a las rentas que no lleguen al salario mínimo. El fraude fiscal se penalizará con diez años de cárcel y una multa que decuplique la cantidad estafada al Estado.

  La legislación será clara y rigurosa, aprobada en referéndum por la ciudadanía, donde no quepan dobles lecturas ni subterfugios legales para eludirla.

  El Estado hará todos los esfuerzos para crear -o en su defecto intervenir y controlar de manera eficiente-, en lo referente a servicios de primera necesidad, un modelo igual o mejor en calidad al de cualquiera de los privados. Y por tales servicios entiendo: educación, sanidad, vivienda, alimentación y recursos energéticos.  

  Los medios de comunicación deberán indicar cuándo las noticias que trasmiten no son objetivas. Los medios que hagan pasar por verdadera una información falsa, sesgada, manipulada y que altere de tal forma el contenido que imposibilite al destinatario conocer la realidad de los hechos, serán severamente penalizados.

  Constitución de una clase política digna.


   Este último punto es crucial. Para cimentar y consolidar el Estado del Bienestar es necesaria una clase política digna. Con mayúsculas. Y para conformarla es necesario introducir las siguientes reformas:


  La clase política será seleccionada mediante un riguroso sistema de oposiciones que garantice la valía de sus miembros (véase mi artículo “Política cavernícola”).

  Una vez que los políticos juren sus cargos se desvincularán para siempre de la empresa privada. Lo que incluye tanto su actividad laboral futura como cualquier tipo de inversión en la misma. El Estado les garantizará a cambio, una vez finalizada su etapa política, un puesto fijo en la administración pública, acorde a sus méritos. Formar parte del funcionariado los obligará a luchar por la fortaleza estatal y la clase media, de la que formarán parte el resto de sus vidas.

  Los políticos (nótese que no hablo ya de sectas políticas, comúnmente llamadas partidos) serán obligados a cumplir su programa electoral punto por punto. De no hacerlo deberá ser por causas mayores que se han de justificar y probar. De lo contrario, serán destituidos y enjuiciados por estafa electoral. Asimismo, si han de modificar o introducir alguna ley o hacer alguna actuación de importancia que no venía en su programa, porque las circunstanciales lo exigen, deberán someterla a referéndum.

  Todos los políticos, desde el presidente del gobierno hasta el último concejal de pueblo, estarán obligados por ley, desde el nombramiento de su cargo hasta 25 años después de abandonarlo, a renunciar a la educación y sanidad privadas, así como a un plan de pensiones privado, tanto para ellos como para su familia (entiéndase, cónyuge e hijos). Esta es la única forma de asegurarse de que su política tendrá miras de largo alcance y que lucharán por un modelo justo e igualitario.

  Ningún político podrá enriquecerse con el ejercicio de la política. Su sueldo, durante el cargo, nunca podrá exceder al de un profesor universitario. Todas sus cuentas, así como las de sus allegados, serán examinadas con lupa. Si él o alguno de los suyos se enriquece de forma sospechosa -durante o después de su mandato- como consecuencia de sus tejemanejes, será juzgado por alta traición. Si se confirma la traición se le confiscarán todos sus bienes y se le aplicará la máxima condena que recoja el código penal.

  Se exigirán responsabilidades al terminar el mandato. Cualquier decisión que haya perjudicado al país será penalizada, a considerar la magnitud del error y la alevosía del mismo. La condena será por tanto proporcional a la magnitud del desaguisado ocasionado y al grado de alevosía con que se cometió. Si el daño ocasionado se demuestra que se hizo conscientemente se le aplicará la máxima condena que recoja el código penal.

  Todos los políticos que hayan formado parte de un gobierno, si pierden las elecciones deberán retirarse para siempre de la política. Se entenderá que si el pueblo no los refrenda en las elecciones es porque no han estado a la altura y deben dejar su puesto a gente más capacitada. Esto impedirá que los políticos incompetentes se enquisten en el poder, haciendo del ejercicio de la política un oficio en lugar de una vocación filántropa.



   Cualquier forma de gobierno que no luche por asentar estos pilares la tengo por antidemocrática, demagoga, cínica, impostora, oligárquica y peligrosa. Con toda la mala fe implícita en ello. Y a una sociedad que no luche por imponer un gobierno digno la tengo por indigna y pusilánime, ¿o es que tiene alguna explicación racional el que el pueblo legitime en las urnas a sus enemigos?

   A continuación voy a analizar brevemente el estado actual de cada uno de estos pilares, para que vean qué lejos nos hallamos de estar cimentándolos, sino antes bien al contrario, precipitándonos en el Estado del Malestar, con una legislación que tanto lastra al ciudadano honrado como otorga injustificables privilegios a la clase opresora.


  La española es a todas luces una ciudadanía inmadura, ignorante, incívica, envidiosa e irresponsable. En resumen, terriblemente manipulable. Los políticos, degradando sistemáticamente el nivel educativo y usando los medios de comunicación para pervertir los buenos modales, mofarse del sentido del honor y la dignidad personales y propagar la consabida inmoralidad de que el que no roba es tonto, ha hecho de éste un país de corruptos consentidos. El resultado es una sociedad envilecida. La mayoría de los ciudadanos reproducen, en la medida de sus posibilidades, la actitud canallesca de los poderosos. Por ello no es casualidad que en este país se acumulen la mitad de los billetes de 500€ de toda Europa. Pocos pueden, en verdad, tirar la primera piedra.

   Los fanatismos son su segunda piel, habiéndolos para todos los gustos. Porque la verdadera España plural es la de los fanatismos. Fanatismos, huelga decirlo, que son manejados hábilmente por los grupos de poder, mediante sus lacayos políticos, para asegurarse siempre facciones enfrentadas. Divide y vencerás es su lema y en este suelo patrio les funciona de maravilla. Así, lejos de estar cohesionado, el país se debate en envenenadas luchas intestinas, tanto a nivel nacional con dos grandes sectas políticas dispuestas a atropellar y enemistar a la ciudadanía para sacar tajada electoral, como a nivel autonómico, donde los aspirantes a sátrapas se sacuden las de Caín usando una estrategia de confrontación para aumentar sus cotas de poder. Y por supuesto, ninguno de estos demagogos y traidores a la causa común es jamás destituido ni puesto entre rejas por usar el poder como instrumento de usura y ambición, en pos de un beneficio particular y partidista.   

   Esta canalla ha creado el campo de cultivo perfecto para que la corrupción institucional campe a sus anchas y así imponerse contra la voluntad del pueblo con la connivencia de la ley. Para lograr semejante barbaridad, la clase política ha enfrentado a la sociedad creando conflictos artificiales que impiden que se mantenga unida frente a sus abusos y mezquinos intereses. La ha instrumentalizado hasta tal punto que las diferencias territoriales, culturales e idiomáticas que deberían servir para enriquecer y fortalecer al país han sido usadas vilmente para enemistar y a la larga empobrecer a los ciudadanos que, estúpidos ellos, se han dejado manipular como borregos, luchando entre sí en lugar de contra los opresores.     

  Los poderes legislativo y ejecutivo son controlados por los grupos de poder que gobiernan el país entre bambalinas, valiéndose para ello de sus subordinados (entiéndase, los políticos). De donde se infiere que este sistema es una plutocracia en toda regla. El pueblo vota a unos títeres, pero no a quien verdaderamente controla las esferas de poder.

   Así las cosas, estando estos dos poderes férreamente controlados por las mismas manos, resulta hasta ridículo pensar en la independencia del poder judicial. 

  Las grandes fortunas pagan sólo un ridículo y ofensivo porcentaje en comparación con las clases menos pudientes. Además, las grandes corporaciones empresariales y las entidades bancarias se benefician de todas las ventajas imaginables. Incluidos los paraísos fiscales, consolidados y legitimados en la práctica. A este hecho, gravísimo, hay que añadir que cuando los bancos -culpables directos de la deuda pública- se enfrascan en una ingeniería financiera que arruina al país, en lugar de enjuiciar a los responsables, meterlos en chirona de por vida y confiscarles lo ganado, cuanto menos, ilícitamanete, se les premia regalándoles el dinero público para que solucionen sus problemas particulares. Y al contribuyente honrado, para salvar a aquellos bastardos, se le recortan todavía más sus ya precarios derechos y servicios, se le baja el sueldo y se le suben los impuestos, humillándolo y hundiéndolo en la miseria, presa de una espiral sádica de prácticas corruptas.

   Las condenas por fraude fiscal sólo se aplican sistemáticamente a las clases medias y a los pobres. A los ricos muy de vez en cuando y en casos sonados para salvar las apariencias. Si se aplicaran de igual manera que al resto a las grandes fortunas, sólo con lo recaudado se sanearían rápidamente las cuentas públicas.

  Lejos de tener una legislación clara y rigurosa, aprobada en referéndum por la ciudadanía y donde no quepan dobles lecturas ni subterfugios legales para eludirla, tenemos todo lo contrario. Para empezar las leyes no son nunca aprobadas en referéndum sino impuestas sin consenso social por quienes ostentan el poder, proceder propio de las tiranías. Y lejos de ser clara y rigurosa, la susodicha legislación está llena de cláusulas ambiguas y dobles lecturas que permiten a los jueces interpretarla a su antojo. Según los intereses del momento, el grupo social al que se pertenezca, el poder adquisitivo, la ideología, las influencias, las amistades, la habilidad de los abogados o simplemente el humor del juez, se puede decantar la arbitraria balanza hacia uno u otro lado (véase mi artículo “De jueces y abogados”).

   Convendrán conmigo en que una justicia así es cuanto menos irrisoria. Y no hace falta pensar mucho para comprender el porqué de tal legislación embrollada y equívoca. Sí, han acertado, quienes la inventaron estaban muy lejos de querer una legislación justa. Lo que querían era valerse de ésta para fortalecer su posición. Así, para unos se aplica una vara de medir con la que escapan siempre de rositas, por más crímenes y desfalcos que cometan, y en cambio al ciudadano decente lo tienen firmemente amordazado y amenazado, porque a la primera que haga lo aplastan para que los demás tomen buena nota.

  En este quinto punto queda aún más patente si cabe la mala fe de los gobernantes, su espíritu antidemocrático y su hipocresía. El fin que persiguen no es ni de lejos el que conviene al pueblo. Su meta no es otra que beneficiar a la minoría privilegiada, antisocial y codiciosa para la que trabajan.

   Lejos de procurar aumentar la mayor cobertura social, asegurando a los ciudadanos una cada vez mejor calidad de vida, hacen justo lo contrario, desmantelar el precario Estado del Bienestar mediante medidas de todo punto injustificables. Para empezar hacen una venta ilegítima que llaman privatizaciones y que consiste en vender el patrimonio del Estado, que es del pueblo, como si fuera propio. Esta venta indiscriminada, que sus lacayos mediáticos defienden a ultranza, fieles a la doctrina, consiste en que la riqueza nacional pasa a bolsillos particulares. Es decir, se le roba al pueblo para regalárselo a los ricos. La ley de Robin Hood al revés. Esta política de privatizaciones, amén de ser ilegítima en tanto que venden lo que no les pertenece, atenta claramente contra el interés de la ciudadanía.

   Un gobierno democrático debería hacer lo contrario, intentar que el Estado fuera lo más rico posible, que es la única forma de garantizar que los ciudadanos todos, sin excepción, no sólo tengan igualdad de derechos y deberes sino también las necesidades básicas cubiertas. Y con la mejor calidad posible. Y es que la política, señores, ha de orientarse hacia la microeconomía en lugar de hacia la macroeconomía, como actualmente sucede.

   A lo que asistimos, en cambio, es al deterioro de lo público para venderlo al por mayor a los grandes capitales. Por ello todos los recortes van encaminados a los servicios públicos de primera necesidad. La crisis es sólo la excusa que les allana el camino (véase mi artículo “Arruinar para enriquecerse”).

   Así sucede, por ejemplo, con la educación pública, donde además el recochineo cobra tintes macabros, pues la privada está subvencionada en parte con dinero público. La clase media, que tiene que sufrir cómo en la pública echan a perder la inteligencia de sus hijos, está pagando con sus impuestos parte de la educación de las clases privilegiadas en prestigiosos centros de enseñanza privada. Otro tanto sucede en sanidad, donde cada vez más se empieza a beneficiar claramente a la privada. En lo referente al sistema bancario, en lugar de crear una gran banca pública sin afán de lucro, que ni abuse, estafe, endeude e hipoteque de por vida a los ciudadanos y al propio Estado, no sólo no se crea, como dicta el sentido común, sino que se da carta blanca y se conceden todos los privilegios a la banca privada para que robe y exhiba su poder sin cortapisas, creando poderosos lobbies que gobiernan todos los centros de decisión política. Tampoco se entiende que el gobierno no mueva un dedo para intentar controlar los recursos energéticos e impedir así que estén en manos de monopolios que infringen la normativa ambiental y gran parte de la legal. Así como es de todo punto inaceptable que siendo el alimento la primera necesidad irrenunciable del ser humano no tome cartas en el asunto y lo deje totalmente en manos privadas en lugar de intentar hacerse con el control del sector para garantizar a los ciudadanos una alimentación de calidad y verdaderamente económica. Otro tanto vale para el sector de la construcción, que ha dado lugar a un tráfico de dinero negro escandaloso, ha destrozado una parte importante del ecosistema con sus fraudulentas intervenciones compradas a golpe de talonario y ha endeudado de por vida a gran parte de la ciudadanía con sus precios de todo punto abusivos e inadmisibles.

  Los medios de comunicación actuales son propiedad de los grupos de poder y por lo tanto están absolutamente politizados. Toda la información está manipulada y enfocada a crear una opinión controlada sobre la actualidad. Omiten la mayor parte de los hechos importantes y realmente trascendentes para el conjunto de la ciudadanía con el fin de que ésta permanezca ignorante de la barbarie que se perpetra a sus espaldas, siendo cómplices, con su silencio, de los males que aquejan a la humanidad. Sólo internet está abriendo un ligero resquicio en el que las voces críticas, vedadas por los grandes medios, se dejan oír. Veremos lo que dura esta libertad…

  Respecto al último pilar, que es uno de los más importantes, analicemos si se cumplen algunas de las premisas citadas:


  La ley no obliga a los políticos a que cumplan unos requisitos mínimos de cualificación, pudiendo el mayor ignorante, sinvergüenza y necio del mundo ocupar el mayor puesto de responsabilidad sin ningún tapujo. Los puestos, en lugar de asignarse por méritos, se reparten a dedo dentro de las sectas.

  Los políticos, lejos de estar desvinculados de los grupos de poder, tienen estrechos vínculos con ellos y cuantiosos intereses en el sector privado. Cuando dejan el cargo –temporal o definitivamente- suelen con demasiada frecuencia ser contratados por las grandes corporaciones como asesores, vicepresidentes, presidentes, consejeros, etc., lo que resulta de lo más sospechoso. Y casi todos, al margen de la vida política, tienen fuertes intereses en el sector privado, bien sea como propietarios, socios o accionistas. ¿Alguien es tan ingenuo de pensar que no van a favorecer a las empresas que les generan o generarán beneficios personales?

  La ley no les obliga a presentar un programa electoral detallado para que el ciudadano sepa de qué forma piensan actuar. Y aún peor, la ley ni siquiera les obliga a cumplir lo prometido. Además pueden modificar e introducir las reformas y leyes que se les antojen sin consultarlo con la ciudadanía, porque una vez en el poder actúan de forma autoritaria, de espaldas a la voluntad del pueblo. Convendrán conmigo en que esto es más que un despropósito antidemocrático, ¡es un suicidio colectivo!

  Casi sin excepciones, los altos cargos políticos tienen un seguro médico privado que les asegura la mejor atención, sin afectarles lo más mínimo los recortes sanitarios a que someten al resto de la población. Asimismo envían a sus hijos a prestigiosos centros educativos privados que no adolecen de las graves deficiencias –estructurales, pedagógicas y materiales- a que han condenado la enseñanza pública, cada vez más castigada. Casi en su totalidad, todos los altos cargos políticos disponen de planes de pensiones privados. Así que si mandan el país al garete no se ven afectados. Otro gallo cantaría, huelga decirlo, si sus pensiones dependieran absolutamente, como la de cualquier otro ciudadano, de la fortaleza del Estado.

  Todos los altos cargos se enriquecen considerablemente con el ejercicio de la política, siendo una de las profesiones más lucrativas que existen, lo que explica que sea un nido de sinvergüenzas. No son pocos los casos de gente que entró con una mano delante y otra detrás y ahora atesoran considerables fortunas. Algunas incluso se cuentan entre las más importantes del país.

  Los políticos, una vez terminada la legislatura, no responden de sus actos. Aunque sean responsables de la ruina del país por sus malas prácticas, y aunque hayan robado a manos llenas, su jubilación será dorada. Pueden retirarse tranquilamente, sin que nadie los moleste, a supervisar nubes, a cuidar bonsáis o a hacer halterofilia, según sus gustos. El pueblo, necio, les perdona todo y los deja vivir en paz. Yo sólo digo una cosa: condenas ejemplares –con carácter retroactivo, por supuesto- disuadirían a la gentuza de tomar la política por el trampolín de medro más eficiente. Esa gentuza que sólo en ocasiones de extraordinaria gravedad reconoce impúdicamente que “a veces (¡¡a veces!!) hay que anteponer los intereses del país a los del partido”.  

  Los políticos, aunque hayan recibido un varapalo en las elecciones a causa de su pésima gestión y vilezas varias cometidas, a menos que durante el mandato se hayan comprado un puesto de oro en alguna empresa privada por los favores hechos, no se retiran de la política, viviendo del cuento el resto de sus vidas. Las posibilidades son varias: siguen en activo en primera línea a la espera de que la oposición se queme por sí misma y vuelvan a ocupar el poder, se cambian de partido o directamente inventan uno nuevo para lavar su imagen, se retiran a puestos en la sombra dentro del partido, se van a Bruselas a hacer el paripé o sin cortarse un pelo aceptan trabajos ficticios altamente retribuidos. En resumen, se ríen en las barbas de la ciudadanía y siguen estafándola.



   Hay cosas, señores, con las que no deberíamos transigir. Es una cuestión de supervivencia. No es de recibo que unos cuantos se indigesten con el pastel mientras la mayoría pasa hambre. Es inaceptable que el pueblo no tenga ningún derecho a decidir las leyes que han de regir sus vidas y sí en cambio la obligación de cumplirlas.

   Allá donde se mira sólo se ve podredumbre. Por muchísimo menos en otras épocas más civilizadas les habrían ajustado las cuentas. Ni uno solo hubiera quedado en pie. No habrían tardado en poner de moda ese juego que en otras épocas practicaron por mucho menos: el juego de los bolos con las cabezas más viles, codiciosas e indignas del Estado. ¿Qué nos diferencia de otros pueblos que ante semejantes injusticias hubieran desterrado de por vida a los culpables y cambiado de raíz un sistema tan funesto? Yo les respondo: que esos pueblos tenían dignidad y un recto sentido del deber, del honor y de la justicia. Y sobre todo un espíritu libre e incorruptible.

   En fin, ya conocen el eslogan nacional que bien valdría para poner letra a nuestro himno desletrado: “el que no roba es tonto”. Pues ahora apechuguen con lo que hay, que quien siembra vientos recoge tempestades.

   Nada más que alegar.

   Que sean felices…

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