A
pesar de la diversidad existente entre los seres humanos, hasta el punto de que
no es disparatado pensar que varias subespecies pululan por el mundo en infeliz
convivencia y amancebamiento, hay sin embargo atributos que liman las
diferencias. Especialmente nos recuerdan el tronco común los que tocan la fibra
sensible. Por ejemplo, lo que varía entre unos individuos y otros no son las
emociones, ni siquiera la intensidad con que se sienten y expresan, sino las
causas que las provocan. La peculiar naturaleza de cada uno condiciona su cielo
ético y estético. Las circunstancias hacen el resto, espoleando o trabando el
desarrollo intelectual y emocional. Pero estudiando a los sujetos una cosa
queda clara, y es que no se le pueden pedir peras al olmo: ni a la oveja ser
pastor ni al león ser dócil. Y así como uno se emociona viendo a un grupo de
millonetis en calzones corriendo tras una pelota que ellos mismos no dejan de
golpear, a otro se la refanfinfla ese digno hijo de los padres del criquet y el
golf que sólo una carísima y machacante publicidad ha convertido en el deporte rey; y así como hay quien se
emociona ante una obra de arte, para otro toda actividad que no sea
escatológica le supone un aburrimiento mortal; y así como hay quien se emociona
abriendo un pozo de agua o vacunando niños en el África profunda, a otro sólo
le emociona contemplar las bajezas de la chusma televisiva o las malandanzas de
la vecina de enfrente.
En
fin, que cada cual es hijo de su padre y de su madre. Metafóricamente hablando,
no se me confundan. Compartimos el estremecimiento de las emociones, lo que varían
son las causas que las provocan. Y tan grande es el abismo que he llegado a
desarrollar una teoría tan descabellada que cualquier científico en su sano
juicio calificará, cuanto menos, de aberrante. Escuchen la barbaridad que me
pregunto: ¿Y si el hombre de Neandertal no se hubiera extinguido sino mezclado
con el de Cromañón? ¿Y si los genes de ambos convivieran juntos pero no
revueltos en todos los seres humanos? El predomino de unos genes o de otros explicaría
las diferencias en lo moral e intelectual. Todo sea para explicarme ciertas bestialidades humanas...
Estas
mismas diferencias las apreciamos también en el ardor que provocan los
instintos naturales y el autocontrol que los individuos ejercen sobre ellos. O
para ser más explícito, el grado de represión a que se es capaz de someterlos y
el porqué de esa represión. Porque aunque el efecto conseguido sea el mismo, la
causa de la represión manifiesta la grandeza o bajeza del sujeto en cuestión.
Para
que se entienda bien pondré un ejemplo muy gráfico. Imaginemos a un grupo de
varones sin lazo sentimental alguno que coarte su promiscuidad innata. Imaginemos
que situamos enfrente a una Venus en todo su esplendor. Pero una Venus frígida
que no desea que la roce varón alguno. Si pudiéramos leer entonces los
pensamientos más íntimos de dichos varones podríamos distinguir claramente los
tres tipos de hombres que existen.
El
primer tipo es el hombre sano y virtuoso, a quien un ferviente deseo le hace hervir
la sangre, pero que respeta la voluntad virginal de la dama por su profundo sentido
ético, de respeto y de justicia. El segundo tipo es el degenerado, que si no la
viola es únicamente por miedo a las represalias. El tercer tipo es el más
singular, es aquel rematadamente idiota, carente de voluntad, en quien el
adoctrinamiento de lo políticamente correcto ha calado tan hondo que se niega a
sí mismo su deseo natural y, fiel a las prescripciones ideológicas del momento,
la contempla con ojos angelicales y feministas, incapaz de ver más allá del ser
humano a una mujer capaz de derretir el polo norte. Los mofletes de Heidy tienen
aletargada su fantasía erótica.
De
los tres tipos de hombres, huelga decirlo, sólo el primero es de fiar, porque son
sus incorruptibles principios, arraigados en lo más profundo de su ser, los que
le impiden de todo punto cometer ningún abuso. Ha desarrollado una fuerza de
voluntad capaz de dominar los más fogosos deseos. De los otros dos tipos, en
cambio, hay que desconfiar plenamente. Pese a las apariencias, la bestialidad
sigue latente en ellos. Son especímenes subdesarrollados. Están frenados por imposiciones
externas. Y éstas pueden variar en cualquier momento tan pronto como cambien
las circunstancias. No son en verdad más que bestias reprimidas. El uno por el
imperio de la ley y el otro por el de su estupidez aborregada.
Así que no se dejen engañar por las
apariencias. El único barómetro fiable que mide el desarrollo evolutivo de los
homínidos es, por desgracia, la guerra. Allí sale a relucir la verdadera
naturaleza de los hombres. Y todavía no ha habido guerra, desde el principio de
los tiempos, en que se hayan respetado los derechos humanos. Con que tomen
nota.
Que sean felices…
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