Con
la irrupción de la biotecnología en nuestro horizonte vital, que hará saltar
por los aires los resortes naturales de la especie y nos lanzará hacia una
evolución vertiginosa e impredecible, bien podemos decir que vivimos el momento
más apasionante de nuestra historia, pero al mismo tiempo, en tanto que no
hemos sabido crear un modelo de sociedad justa e inteligente, el más dramático.
En qué clase de superhombres o de monstruos
nos convertiremos cuando se destape la caja de Pandora genética está por ver.
Todas las conjeturas, por fantasiosas que sean, son válidas. Lo que parece más
claro, y he aquí lo preocupante, es que si no cambia radicalmente nuestra
civilización, humanizándose, esta
evolución artificial a que estamos destinados nos precipitará a una abismal
jerarquización sin precedentes, de signo totalmente distinto a los paradigmas
conocidos, cuya gravedad se acrecentará hasta el horror pues será irreversible.
Piensen ustedes que hasta ahora la jerarquía
la ha determinado el poder económico, siempre variable, expuesto tanto a
agentes internos como externos capaces de voltearlo. Los cambios de poder a lo
largo de la historia se han canalizado por diversos medios y métodos y
atendiendo a múltiples causas, convirtiendo el mundo en un gran bombo azaroso. En cambio ahora hablamos de la
posibilidad de una jerarquización sempiterna que convierte la ambición
faraónica en vanidad infantil. Dentro de poco el poder económico estará
sustentado en una hegemonía física e intelectual. Y esto, señores, son palabras
mayores.
Permítanme explicárselo, porque no es
ciencia ficción.
El anhelo de la elite por diferenciarse del
resto de los mortales, en todas las civilizaciones conocidas, ha sido una
constante desde el principio de los tiempos. Tanto como su desprecio por los
demás. Han inventado mil recursos para crear una barrera artificial
infranqueable entre ellos y el resto. Es, de hecho, donde más ingenio han
demostrado. No sólo el lujo y las superfluas necedades derivadas de él les han
valido para destacarse. Como fuente de distinción han usado desde la educación
hasta los carísimos tratamientos de belleza y cirugía estética que les han
dotado de una belleza artificial y ridícula. Se podrían traer a
colación mil ejemplos de sus prácticas comunes, pero es irrelevante. La
cuestión es que no han escatimado nunca recursos para potenciar –a veces con
más acierto y otras con menos- sus cualidades naturales. Todo ello con un solo
fin: distinguirse de la masa anónima de ciudadanos para mostrarse como seres
hechos de mejor pasta. Pero a pesar de sus aires altivos y de todo el oropel
con que han recubierto su naturaleza humana, muy en el fondo de sus
egocéntricas almas saben que si un día se arruinaran serían un calco exacto del
último pordiosero. No son, en realidad, sino burdos intentos de ser mejores. Una broma comparado con lo que vendrá, cuando se descubran al fin los entresijos de
la mente y el cuerpo sea poco más que un mecano en manos expertas.
La nueva era de la biotecnología les
brindará la posibilidad real de ser superiores, no de aparentarlo. Un salto
sustancial considerable. En el momento de su eclosión, que no tardará en
llegar, quienes detenten el poder económico mejorarán hasta límites
insospechados sus capacidades tanto físicas como intelectuales mediante la
ingeniería biotecnológica, lo que abrirá, esta vez sí y definitivamente, una
distancia insalvable entre ricos y pobres, quedando la perfección humana como
feudo exclusivo de unas cuantas familias. Probablemente las que ahora gobiernan
con despiadada y férrea mano el mundo. Ya saben, los Rothschild, los
Rockefeller, los Bush, los Lehman, los Sachs, los Lazard, los Loeb y compañía. Dejará
de ser la riqueza la única que determinará las barreras sociales, ya que una
diferencia abismal e insalvable afectará también a las cualidades personales,
creándose dos especies diferentes de homínidos: unos superiores, en constante
progreso, que detentarán todo el poder económico, físico e intelectual, y unos
inferiores, esclavizados por los primeros, sin posibilidad de evolución ni
insurrección, criados como mano de obra y objetos de placer. El sueño de
alcanzar la gloria se hará añicos: o se nacerá en ella o ni siquiera cabrá la
posibilidad de soñarla.
Lo único bueno del asunto es que se
terminará con la televisión basura. Medios más higiénicos y sofisticados de
manipulación nos librarán de su bochornoso espectáculo…
Fuera de bromas, comprenderán que el peligro
que se cierne sobre el destino de la humanidad con el desarrollo biotecnológico,
en un mundo deshumanizado y caníbal como el nuestro, cobra tintes dramáticos. Y
es que el sino del capitalismo es la instrumentalización de las personas y en
él reinan, por lógica, los más desalmados. Esto es freír el sentido común y
hacer churrasco de la condición humana, sustituir los principios éticos que
alientan un progreso como especie por los amorales valores económicos que nos
degradan a la condición de objetos. Gangrena existencial que todo lo corrompe. En este sistema no se amasa una fortuna con filantropía. Los gobiernos
ya no piensan en los ciudadanos sino en los índices bursátiles. Son las
necesidades del mercado y no las necesidades humanas las que hacen política. Y
una vez perdido el referente humano como principio y fin de la sociedad, la
cosa deviene un disparate trágico. Así que ustedes me dirán, si a los que
manejan el cotarro no les tiembla el pulso a la hora de matar de hambre a
millones de seres humanos para multiplicar sus ganancias, ¿qué sucederá cuando
se constituyan en homínidos superiores y su poder se incremente hasta volverse
invulnerable? Pues bien, vayan a un matadero cualquiera y reflexionen sobre
ello, porque los próximos mugidos quizá sean los de sus nietos y bisnietos.
Que sean felices…
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