Asusta ver la siniestra y masiva propaganda que se hace en los
medios de comunicación a favor de las privatizaciones –ley estrella del Santo Mercado- y en contra de las endemoniadas empresas públicas. O de lo público,
para entendernos. Esto es ir en dirección contraria a lo que dictan a gritos el
sentido común y la experiencia.
Basta observar el tratamiento que los gurús del Santo
Mercado dan a la Educación y
a la Sanidad, distorsionando su verdadera esencia y razón de ser para derivarla
maquiavélicamente a términos económicos, casi como si de entidades financieras
se tratara, para comprender lo grotesco y ruin del proceder. ¿A quién pretenden
engañar? ¿Alguien cree a estas alturas que el empeño de las empresas privadas
por adquirir las ruinosas empresas públicas responde a su espíritu filántropo?
Saben perfectamente que bien administradas –y sobre todo con afán de lucro- son
las más rentables. Entre otras cosas porque han sido creadas para satisfacer
necesidades básicas, fuente inagotable de beneficios. Lo que estos señores
olvidan es que hasta que se demuestre lo contrario somos seres humanos con
necesidades humanas, no entes económicos con sangre bursátil. Sobrevivimos
porque comemos y nos curamos las heridas, no porque arrojamos números positivos
en la cuenta de algún magnate.
Hay cosas que no tienen ni pies ni cabeza. ¿No
debería un buen gobierno cuidar como oro en paño lo público? ¿No es acaso la
fortaleza de lo público lo que indica la fortaleza estatal, la salud
democrática, la eficacia administrativa y, por ende, la política? La unión hace
la fuerza y su posesión común la consolida. Al menos, hasta donde yo alcanzo a
saber, es así. Un buen gobierno es el que se desvela por garantizar a sus
gobernados las necesidades básicas. Garantía que sólo puede dar lo público si
está bien estructurado y mejor gestionado. Dejarlo en manos privadas es dejar
desamparada a la población frente al interés lucrativo del empresario de turno.
Algo, me reconocerán, inadmisible y suicida. Digo yo que ya tienen suficientes
campos donde enriquecerse. Al menos en lo estrictamente necesario no se les
debería dejar meter las zarpas.
Créanme si les digo que este proceso de
privatizaciones tan bien orquestado al que asistimos desde hace tres décadas y
que parece estar alcanzando su culmen en nuestros días lo vamos a pagar muy
caro.
¿De verdad no les parece sospechoso el ingente
esfuerzo de la clase política y sus secuaces –los medios de comunicación- para
convencer al personal de la bondad de la operación? ¿Desde cuándo un bien
público que es tan obvio y elemental como quieren hacernos creer precisa de una
sistemática y carísima campaña mediática que dura ya décadas y aún así sigue
despertando recelos? Que yo sepa sólo sucede cuando se quiere vender gato por
liebre. De momento con semejante lavado de cerebro han conseguido que el pueblo
no se subleve ante el atropello. Que ya es mucho a tenor de la magnitud de la
estafa. Pero otra cosa es acallar las voces críticas, que es algo que nunca
lograrán. Porque se descubre antes a un mentiroso que a un cojo.
Lo de las privatizaciones, lo digo y lo repito, es un
robo a mano armada. Y añadiría que de lesa humanidad, puesto que están
vendiendo el pan del pueblo para exponerlo mañana a la hambruna. En lugar de
fortalecer lo público incentivan lo privado. ¿Puede existir una actitud más
antidemocrática? Esto es, si me permiten la metáfora, como si en las murallas
que protegen al pueblo abrieran mil huecos y colocaran en ellas otras tantas
aduanas, dejando el control de las mismas al enemigo. Y todo porque Santo Mercado ha decretado que su ley impera sobre
la constitucional de cada Estado, declarándose supranacional y por tanto
universal. Es, en definitiva, el sueño ecuménico de dominación de la Iglesia paganizado por Santo Mercado.
Yo por si acaso me tomo la molestia de recordarles
que los bienes públicos son de la ciudadanía que los ha pagado y sostenido con
el sudor de su frente y no propiedad
privada de los que los
administran. Ya saben, los politicastros que se turnan fraternalmente cada
cuatro años para hincarle el diente al pastel. Pastel, por cierto, por el que
no han apoquinado más que el resto. Y sí puede que mucho menos por esas
prerrogativas insultantes que se han prescrito a sí mismos. Así que, como
podrán deducir, la venta de lo público sin referéndum es, además de inmoral,
absolutamente ilegítima hasta en una democracia de pacotilla como la nuestra. Si el
pueblo fuera un poco más espabilado no sólo debería reclamar justicia para
recobrar lo que le han robado sino enjuiciar a quienes han perpetrado el infame
saqueo. Es decir, a la nauseabunda, hipócrita y degenerada casta política que
padecemos en este país.
Algunos se preguntarán cómo hemos llegado a esta
situación. Es muy sencillo de entender. Si el estado actual de lo público es
penoso no es por su propia naturaleza pública, de la que los necios y malvados
quieren convencernos, como si existiese una especie de enfermedad de lo público
cuyos síntomas inevitables fueran la desidia, la desorganización, el caos, el despilfarro
y la consecuente ruina. Ninguna de estas sandeces tiene fundamento. El que haya
funcionarios ocupando puestos a dedo no es porque el cálido ambiente público
favorezca la eclosión de esta larva intestina, sino que tal especie ha sido
introducida por el nauseabundo mangoneo existente; que haya exceso de
funcionarios en algunos departamentos rascándose las narices a falta de mejor
entretenimiento mientras en otros tantos falta personal para el correcto
funcionamiento de las instituciones no tiene por causa un factor metafísico de
descompensación, sino una injustificable e inasumible pésima planificación; el
que haya funcionarios que dediquen parte de sus horas de trabajo a marujear, tomarse cafelillos y
hacer las compras mientras desatienden alegremente sus puestos de trabajo, no
es porque el funcionariado vuelva perezosa y sinvergüenza a la gente, sino
porque la gestión del personal adolece de practicar los principios más
elementales de cualquier empresa, como por ejemplo despedir al que no cumple con
su deber; el que existan funcionarios-sanguijuela
ocupando puestos ficticios con salarios millonarios no se debe a un germen
patógeno que genere excrecencias cancerígenas en las administraciones públicas
sino que responde a prácticas corruptas de la casta política; el que ingentes
partidas presupuestarias se dilapiden en innombrables actividades no es porque
la administración sea un campo de cultivo propicio para el virus del derroche,
sino porque los políticos que la manejan usan el dinero público con fines
particulares y partidistas y no con miras en el bien común; y si gran parte del
dinero desaparece como por arte de magia no es porque se evapore por un extraño
fenómeno paranormal que afecta a lo público, sino por la gentuza que lo roba a
manos llenas. Con nombre y apellidos.
No sean ingenuos. El mal no está en lo público sino
en los malvados que lo tienen secuestrado. La razón de que lo público se halle
en estado ruinoso es por culpa de una maquiavélica confabulación entre la casta
política –celosa servidora de los intereses oligárquicos que la sostienen como
a un títere en el poder- los gerifaltes que quieren apropiarse de cuanto
existe. Por las buenas o por las malas.
Por poner un ejemplo de su perversa praxis, ¿les parece normal que
en un Estado teóricamente democrático el Gobierno, que
supuestamente representa a la ciudadanía, ante una crisis económica reduzca
drásticamente el gasto público (perogrullada: del que debería beneficiarse la
mayoría. Ya saben: Sanidad, Educación, Investigación, etc.) y en cambio regale
una auténtica millonada –¡de dinero público!- a las entidades bancarias,
responsables directas de la crisis y del endeudamiento de la ciudadanía por sus
prácticas abusivas, inmorales y en gran parte ilegales? ¡Es el mundo al revés!
¿No sería lo justo y razonable que la primera intervención del Gobierno fuera
justo la contraria, sentar en el banquillo de los acusados a los responsables
de la crisis, obligándoles a restituir a las arcas públicas hasta el
último céntimo de las pérdidas que su codicia ha provocado? Qué quieren que les
diga, el que no huela a podrido que vaya al otorrino.
Miren ustedes, la jugada está muy clara. Los
políticos administran pésimamente lo público para llevarlo a la quiebra y así
justificar su venta a los grandes capos, que son quienes en última instancia
han diseñado el plan. Y para conseguir que el pueblo transija con el atropello
sin correr ningún riesgo nada más eficaz que mosquearlo. ¿Cómo? Dilapidando y
robando descaradamente el dinero público en las narices del contribuyente
sablado a impuestos. Al que saben, en general, un ser irreflexivo y visceral.
Así consiguen que el potencial enemigo, con la sensibilidad a flor de piel en
todo punto que suene a derroche, se convierta en su mejor aliado, aprobando y
aplaudiendo el saqueo. El propio. Es decir, yo te enfermo y yo te curo,
valiente canallada. Hay que ser tontos, la verdad sea dicha, para tragárselo.
Pero no me canso de repetirlo: los malvados son malvados, no idiotas. Conocen
muy bien el terreno que pisan. En una sociedad más lúcida y crítica la
ciudadanía exigiría la inmediata dimisión –o encarcelación- de los ineptos –o
corruptos- que despilfarran –o roban- el dinero de todos y arruinan con su mala
gestión lo público. Pero en esta querida patria mía, tan quijotesca y
disparatada, en lugar de castigar a los responsables –o criminales- se apalean
a las empresas estatales, exigiendo su dimisión del patrimonio nacional. Que
tiene guasa la cosa.
Créanme, los cocos no les van a salvar el pellejo. Sólo
un Estado verdaderamente democrático en el que todos los ciudadanos que lo
componen estén implicados en su organización y funcionamiento puede garantizar
el tan anhelado estado del bienestar. Un Estado en el que si lo público quiebra
las economías domésticas, desde la del último peón a la del presidente, son
arrastradas con él. Esto sería suficiente para asegurar su perfecto
rendimiento, pues todos, estándoles la vida y el bolsillo en juego, se
esmerarían por hacer las cosas bien, asegurándose de que el sistema estuviera
bien saneado y acabando de una vez por todas con la corrupción institucional
que nos ha llevado a la ruina. Y que lleva camino de mandar el país al
garete.
Con las privatizaciones, fruto podrido del endemoniado
neoliberalismo económico, nos encaminamos al precipicio de cabeza, pues se
produce el efecto contrario: un puñado de economías privadas cada vez más
poderosas ejerce un control cada vez mayor sobre un gran número de economías
estatales debilitadas. Lo que viene a significar que un puñado de desalmados
tiene el poder de tumbar a un Estado cuando se le antoje, quedando la vida de
sus ciudadanos a su arbitrio. ¿Son conscientes del peligro que supone sujetarse
al yugo de un amo que sólo persigue su propio interés y que además es
extranjero, por lo que ni siquiera un remoto amor nostálgico al país puede
mitigar su crueldad? Piénsenlo y díganme si no es aterradora la perspectiva.
Porque el neoliberalismo económico que tantos malvados y descerebrados siguen
defendiendo a ultranza es, en última instancia, eso, el salvaje oeste del Santo Mercado. La
deshumanización, desarticulación y apolitización última de los estados. Macroeconomías
en manos de plutócratas y estados desmantelados y empobrecidos, asalariados
suyos. Un sistema que permite que la quiebra de un país se resuelva con una ecuación de Bolsa; un sistema
basado en la especulación financiera que ignora y desprecia la realidad
tangible: el puñado de tierra y al hambriento que lo escarba para buscar
raíces; un sistema que instiga y provoca devastadoras crisis económicas para
centuplicar las multimillonarias ganancias de una despiadada y codiciosa mafia
financiera. Es, como creo que entenderán, el camino más derecho a un mundo
desolador, apocalíptico, con enormes e insufribles desigualdades, carencias
humanas, abominables injusticias y masivas hambrunas. Un mundo, en definitiva,
abocado a la tragedia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario