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Gonzalo Alfaro Fernández


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Privatizar lo público: negocio de listos

Asusta ver la siniestra y masiva propaganda que se hace en los medios de comunicación a favor de las privatizaciones –ley estrella del Santo Mercado- y en contra de las endemoniadas empresas públicas. O de lo público, para entendernos. Esto es ir en dirección contraria a lo que dictan a gritos el sentido común y la experiencia. 

   Basta observar el tratamiento que los gurús del Santo Mercado dan a la Educación y a la Sanidad, distorsionando su verdadera esencia y razón de ser para derivarla maquiavélicamente a términos económicos, casi como si de entidades financieras se tratara, para comprender lo grotesco y ruin del proceder. ¿A quién pretenden engañar? ¿Alguien cree a estas alturas que el empeño de las empresas privadas por adquirir las ruinosas empresas públicas responde a su espíritu filántropo? Saben perfectamente que bien administradas –y sobre todo con afán de lucro- son las más rentables. Entre otras cosas porque han sido creadas para satisfacer necesidades básicas, fuente inagotable de beneficios. Lo que estos señores olvidan es que hasta que se demuestre lo contrario somos seres humanos con necesidades humanas, no entes económicos con sangre bursátil. Sobrevivimos porque comemos y nos curamos las heridas, no porque arrojamos números positivos en la cuenta de algún magnate. 

   Hay cosas que no tienen ni pies ni cabeza. ¿No debería un buen gobierno cuidar como oro en paño lo público? ¿No es acaso la fortaleza de lo público lo que indica la fortaleza estatal, la salud democrática, la eficacia administrativa y, por ende, la política? La unión hace la fuerza y su posesión común la consolida. Al menos, hasta donde yo alcanzo a saber, es así. Un buen gobierno es el que se desvela por garantizar a sus gobernados las necesidades básicas. Garantía que sólo puede dar lo público si está bien estructurado y mejor gestionado. Dejarlo en manos privadas es dejar desamparada a la población frente al interés lucrativo del empresario de turno. Algo, me reconocerán, inadmisible y suicida. Digo yo que ya tienen suficientes campos donde enriquecerse. Al menos en lo estrictamente necesario no se les debería dejar meter las zarpas. 

   Créanme si les digo que este proceso de privatizaciones tan bien orquestado al que asistimos desde hace tres décadas y que parece estar alcanzando su culmen en nuestros días lo vamos a pagar muy caro. 

   ¿De verdad no les parece sospechoso el ingente esfuerzo de la clase política y sus secuaces –los medios de comunicación- para convencer al personal de la bondad de la operación? ¿Desde cuándo un bien público que es tan obvio y elemental como quieren hacernos creer precisa de una sistemática y carísima campaña mediática que dura ya décadas y aún así sigue despertando recelos? Que yo sepa sólo sucede cuando se quiere vender gato por liebre. De momento con semejante lavado de cerebro han conseguido que el pueblo no se subleve ante el atropello. Que ya es mucho a tenor de la magnitud de la estafa. Pero otra cosa es acallar las voces críticas, que es algo que nunca lograrán. Porque se descubre antes a un mentiroso que a un cojo. 

   Lo de las privatizaciones, lo digo y lo repito, es un robo a mano armada. Y añadiría que de lesa humanidad, puesto que están vendiendo el pan del pueblo para exponerlo mañana a la hambruna. En lugar de fortalecer lo público incentivan lo privado. ¿Puede existir una actitud más antidemocrática? Esto es, si me permiten la metáfora, como si en las murallas que protegen al pueblo abrieran mil huecos y colocaran en ellas otras tantas aduanas, dejando el control de las mismas al enemigo. Y todo porque Santo Mercado ha decretado que su ley impera sobre la constitucional de cada Estado, declarándose supranacional y por tanto universal. Es, en definitiva, el sueño ecuménico de dominación de la Iglesia paganizado por Santo Mercado.

   Yo por si acaso me tomo la molestia de recordarles que los bienes públicos son de la ciudadanía que los ha pagado y sostenido con el sudor de su frente y no propiedad privada de los que los administran. Ya saben, los politicastros que se turnan fraternalmente cada cuatro años para hincarle el diente al pastel. Pastel, por cierto, por el que no han apoquinado más que el resto. Y sí puede que mucho menos por esas prerrogativas insultantes que se han prescrito a sí mismos. Así que, como podrán deducir, la venta de lo público sin referéndum es, además de inmoral, absolutamente ilegítima hasta en una democracia de pacotilla como la nuestra. Si el pueblo fuera un poco más espabilado no sólo debería reclamar justicia para recobrar lo que le han robado sino enjuiciar a quienes han perpetrado el infame saqueo. Es decir, a la nauseabunda, hipócrita y degenerada casta política que padecemos en este país.

   Algunos se preguntarán cómo hemos llegado a esta situación. Es muy sencillo de entender. Si el estado actual de lo público es penoso no es por su propia naturaleza pública, de la que los necios y malvados quieren convencernos, como si existiese una especie de enfermedad de lo público cuyos síntomas inevitables fueran la desidia, la desorganización, el caos, el despilfarro y la consecuente ruina. Ninguna de estas sandeces tiene fundamento. El que haya funcionarios ocupando puestos a dedo no es porque el cálido ambiente público favorezca la eclosión de esta larva intestina, sino que tal especie ha sido introducida por el nauseabundo mangoneo existente; que haya exceso de funcionarios en algunos departamentos rascándose las narices a falta de mejor entretenimiento mientras en otros tantos falta personal para el correcto funcionamiento de las instituciones no tiene por causa un factor metafísico de descompensación, sino una injustificable e inasumible pésima planificación; el que haya funcionarios que dediquen parte de sus horas de trabajo a marujear, tomarse cafelillos y hacer las compras mientras desatienden alegremente sus puestos de trabajo, no es porque el funcionariado vuelva perezosa y sinvergüenza a la gente, sino porque la gestión del personal adolece de practicar los principios más elementales de cualquier empresa, como por ejemplo despedir al que no cumple con su deber; el que existan funcionarios-sanguijuela ocupando puestos ficticios con salarios millonarios no se debe a un germen patógeno que genere excrecencias cancerígenas en las administraciones públicas sino que responde a prácticas corruptas de la casta política; el que ingentes partidas presupuestarias se dilapiden en innombrables actividades no es porque la administración sea un campo de cultivo propicio para el virus del derroche, sino porque los políticos que la manejan usan el dinero público con fines particulares y partidistas y no con miras en el bien común; y si gran parte del dinero desaparece como por arte de magia no es porque se evapore por un extraño fenómeno paranormal que afecta a lo público, sino por la gentuza que lo roba a manos llenas. Con nombre y apellidos.

   No sean ingenuos. El mal no está en lo público sino en los malvados que lo tienen secuestrado. La razón de que lo público se halle en estado ruinoso es por culpa de una maquiavélica confabulación entre la casta política –celosa servidora de los intereses oligárquicos que la sostienen como a un títere en el poder- los gerifaltes que quieren apropiarse de cuanto existe. Por las buenas o por las malas. 

   Por poner un ejemplo de su perversa praxis, ¿les parece normal que en un Estado teóricamente democrático el Gobierno, que supuestamente representa a la ciudadanía, ante una crisis económica reduzca drásticamente el gasto público (perogrullada: del que debería beneficiarse la mayoría. Ya saben: Sanidad, Educación, Investigación, etc.) y en cambio regale una auténtica millonada –¡de dinero público!- a las entidades bancarias, responsables directas de la crisis y del endeudamiento de la ciudadanía por sus prácticas abusivas, inmorales y en gran parte ilegales? ¡Es el mundo al revés! ¿No sería lo justo y razonable que la primera intervención del Gobierno fuera justo la contraria, sentar en el banquillo de los acusados a los responsables de la crisis, obligándoles a restituir a las arcas públicas  hasta el último céntimo de las pérdidas que su codicia ha provocado? Qué quieren que les diga, el que no huela a podrido que vaya al otorrino.

   Miren ustedes, la jugada está muy clara. Los políticos administran pésimamente lo público para llevarlo a la quiebra y así justificar su venta a los grandes capos, que son quienes en última instancia han diseñado el plan. Y para conseguir que el pueblo transija con el atropello sin correr ningún riesgo nada más eficaz que mosquearlo. ¿Cómo? Dilapidando y robando descaradamente el dinero público en las narices del contribuyente sablado a impuestos. Al que saben, en general, un ser irreflexivo y visceral. Así consiguen que el potencial enemigo, con la sensibilidad a flor de piel en todo punto que suene a derroche, se convierta en su mejor aliado, aprobando y aplaudiendo el saqueo. El propio. Es decir, yo te enfermo y yo te curo, valiente canallada. Hay que ser tontos, la verdad sea dicha, para tragárselo. Pero no me canso de repetirlo: los malvados son malvados, no idiotas. Conocen muy bien el terreno que pisan. En una sociedad más lúcida y crítica la ciudadanía exigiría la inmediata dimisión –o encarcelación- de los ineptos –o corruptos- que despilfarran –o roban- el dinero de todos y arruinan con su mala gestión lo público. Pero en esta querida patria mía, tan quijotesca y disparatada, en lugar de castigar a los responsables –o criminales- se apalean a las empresas estatales, exigiendo su dimisión del patrimonio nacional. Que tiene guasa la cosa.

   Créanme, los cocos no les van a salvar el pellejo. Sólo un Estado verdaderamente democrático en el que todos los ciudadanos que lo componen estén implicados en su organización y funcionamiento puede garantizar el tan anhelado estado del bienestar. Un Estado en el que si lo público quiebra las economías domésticas, desde la del último peón a la del presidente, son arrastradas con él. Esto sería suficiente para asegurar su perfecto rendimiento, pues todos, estándoles la vida y el bolsillo en juego, se esmerarían por hacer las cosas bien, asegurándose de que el sistema estuviera bien saneado y acabando de una vez por todas con la corrupción institucional que nos ha llevado a la ruina. Y que lleva camino de mandar el país al garete. 

   Con las privatizaciones, fruto podrido del endemoniado neoliberalismo económico, nos encaminamos al precipicio de cabeza, pues se produce el efecto contrario: un puñado de economías privadas cada vez más poderosas ejerce un control cada vez mayor sobre un gran número de economías estatales debilitadas. Lo que viene a significar que un puñado de desalmados tiene el poder de tumbar a un Estado cuando se le antoje, quedando la vida de sus ciudadanos a su arbitrio. ¿Son conscientes del peligro que supone sujetarse al yugo de un amo que sólo persigue su propio interés y que además es extranjero, por lo que ni siquiera un remoto amor nostálgico al país puede mitigar su crueldad? Piénsenlo y díganme si no es aterradora la perspectiva. Porque el neoliberalismo económico que tantos malvados y descerebrados siguen defendiendo a ultranza es, en última instancia, eso, el salvaje oeste del Santo Mercado. La deshumanización, desarticulación y apolitización última de los estados. Macroeconomías en manos de plutócratas y estados desmantelados y empobrecidos, asalariados suyos. Un sistema que permite que la quiebra de un país se resuelva con una ecuación de Bolsa; un sistema basado en la especulación financiera que ignora y desprecia la realidad tangible: el puñado de tierra y al hambriento que lo escarba para buscar raíces; un sistema que instiga y provoca devastadoras crisis económicas para centuplicar las multimillonarias ganancias de una despiadada y codiciosa mafia financiera. Es, como creo que entenderán, el camino más derecho a un mundo desolador, apocalíptico, con enormes e insufribles desigualdades, carencias humanas, abominables injusticias y masivas hambrunas. Un mundo, en definitiva, abocado a la tragedia.



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