He manifestado ya en alguna ocasión mi más
profundo aborrecimiento por esta infame legislación prohibitiva a que nos
tienen sometidos y que no tiene por objeto mejorar nuestra calidad de vida sino
satisfacer la repugnante avidez de los legisladores. Vamos, que sólo sirve para
tapar el agujero negro que su ineptitud y sus manos largas provocan en las
arcas públicas. Este constante goteo de restricciones que está haciendo de este
país una enorme prisión en la que hasta para ir al baño será necesario pedir
permiso y pagar un peaje.
Uno de los muchos argumentos que usan para justificar su política
abusiva es el de su preocupación por la salud de sus compatriotas. Si no fuera
porque es moneda común esta retórica y porque sufrimos sus consecuencias lo
tomaríamos a guasa. Especialmente conociendo el espíritu filántropo de los
sujetos.
Por de pronto, uno les diría que se ahorraran el consejo, que cada cual
sabe lo que le conviene y, de no saberlo, en cuestiones de salud más aprovechan
las prescripciones médicas y el sentido común que las gravosas imposiciones de
los necios. Porque de imposiciones se trata, como si previeran por dónde, sin
efecto penal, se pasaría el ciudadano sus honorables consejos. Que a estas
alturas ya conocemos de qué malicias cojea cada uno en este putiferio
tragicómico. O mejor dicho, tragieconómico.
Esta
manía que les ha entrado por nuestra salud es porque aunque les ha costado, al
final han entendido que le sale más barato al Estado un ciudadano sano y de una
pieza que uno enfermo y mal compuesto. Y encima, echándole descaro, no sólo se
ahorran un pico en sanidad sino que además se embolsan en multas, en un solo
año, casi lo que roban en un mes. Lo
único seguro es que nuestra calidad de vida les importa un comino. Si no fuera
porque con el cuento de la salud se pescan truchas gordas, y que cada cuatro
años el votante acude a las urnas corriendo o cojeando, más telarañas habría en
los hospitales que en el castillo del conde Drácula. Si no hubiera intereses de
por medio ningún reparo tendrían en que cada uno se rompiera y recompusiera la
crisma como gustase.
Sí, ya ven que el tema me mosquea. Y es que no es para menos. Con tanta
prohibición salutífera nos están
privando de los pocos placeres cotidianos que nos quedan. Y además con
recochineo, sugestionándonos con la archiconocida excusa del bien común para
que encima lo hagamos con gusto. Vamos, que quieren que aplaudamos con las orejas la tunda que nos dan y que nos deleitemos lamiéndonos la sarna con que nos infectan.
Panda de cretinos.
Ya
estarán los más, al hilo del discurso, deduciendo que voy a hablarles del
tabaco o de la bebida. Pues se equivocan. Ese tema lo dejo para otro día. Hoy
hablaré de la salud que nos jugamos arriesgando nuestra vida en una actividad
que nos pintan casi suicida: conducir un coche. Y como tan peligrosa resulta
que viven ellos desvelados, rezando para que no nos estrellemos –almas
angelicales como son-, han resuelto poner toda clase de trabas para que a uno
le resulte un calvario ponerse al volante.
Son
muchos los ultrajes que se infligen a los criminalizados
conductores, pero hoy me centraré en el tema de los límites de velocidad. Porque
nada más efectivo que quitarnos el gusto a base de rascarnos el bolsillo. Y es
que si en tiempos de vacas gordas ya duele, en tiempos de crisis es una tortura
en toda regla.
Esta
cruzada contra el exceso de velocidad es tan humillante como burda la
intención. ¿A quién pretenden engañar? ¿Alguien puede explicarme cómo pueden ser excesivos los
límites de velocidad actuales, establecidos en la época de Maricastaña, cuando
los coches que circulaban dejaban tanto que desear y las calzadas estaban más
bacheadas que el estómago de un ministro? ¿Es de recibo creer que nos hemos vuelto
tan torpes que somos más peligrosos trazando una curva con un coche moderno que
antaño lo eran trazando la misma curva sobre un asfalto en peores condiciones y
con coches que un mal peralte descuajaringaba? Señores, la estafa es evidente.
No pueden ser tan tontos los que gobiernan. Con estas limitaciones, para disfrutar de alguna sensación al volante hay que comprarse un Panda de los 80.
Los
límites de velocidad no es que se hayan quedado obsoletos, es que son
injustificables se mire por donde se mire. Su única razón de ser es hacer caja.
Y por su afán recaudatorio, que como todo el mundo sabe consiste en sablar al
ciudadano honrado, ya no nos permiten ni disfrutar mientras viajamos ni
relajarnos mientras estamos de vacaciones, porque o uno se pasa el viaje
obsesionado con ajustar la aguja a los carteles admonitorios –con la
consiguiente peligrosidad, ésta sí real, de mirar más la aguja que la calzada-
o se pasa las siestas en vela temiendo el sablazo a la vuelta. Como les digo, todo está
pensado para jorobar al ciudadano.
Podría argüir cuarenta mil razones para desmontar sus teorías y
demostrar que mienten como bellacos. Pero para eso ya están los expertos, que
lo hacen a las mil maravillas. Yo sólo pondré un ejemplo ilustrativo, fiel a mi
sistema que consiste, como ya habrán observado en anteriores artículos, en
mostrar evidencias para demostrar falsedades.
Bien,
ahora nos quieren vender como un adelanto lo de aumentar a 130 el límite en las
autovías y autopistas. ¿Es que no se han enterado de que antes de
la crisis los conductores habían establecido como media los 140 sin que los
hospitales se llenasen de fitipaldis espachurrados? Miren ustedes, en las
autopistas alemanas no hay límite de velocidad. Pues bien, según las teorías de
peligrosidad de nuestros políticos, allí deben esclafarse por docenas cada día.
Vamos, que cada vez que uno sale de viaje debe dejar el testamento bien
resuelto. Y sin embargo, cosa curiosa, el índice de siniestralidad es menor que
en España. Ante tan incontestable argumento, ¿creen que cambiarán su canónico
runrún de que todo es por nuestra seguridad? Seamos serios, los idiotas que van
haciendo el cafre por la carretera lo seguirán haciendo con o sin límites de
velocidad, aquí, en Alemania o en la Conchinchina. Pero créanme que no conozco
a tantos que por un subidón puntual de adrenalina quieran pagar el precio de
pasarse el resto de sus vidas en una silla de ruedas sorbiendo sopas con
pajitas. A los que fastidian, como siempre, para variar, es a la gente decente,
que ni tiene ganas de estamparse contra un muro ni vocación homicida para matar
por gusto al que le viene de frente. La mayoría de los conductores no pisan el
acelerador más de lo que su sentido común les dicta, independientemente de lo
que marquen los carteles. Y con la crisis que tiene pelados los bolsillos menos
todavía, que la gasolina sólo es gratis para los que viajan en coches
oficiales.
El
otro argumento, tan manido como el de la salud, es el del respeto medioambiental.
Y aquí sí se me inflama la vena de la frente, porque cuando la hipocresía me
atiza lo verde me dan ganas de cargar la escopeta. Y descargarla a quemarropa. La
reducción que pretenden ahora de 100 a 90 en vías secundarias, además de una
tomadura de pelo significa, a efectos prácticos, llevar los coches revolucionados en cuarta o en quinta a tan escasas revoluciones que un acelerón puntual se bebe el golfo Pérsico. Y eso es aumentar el consumo y el desgaste del
motor. Justo lo contrario que quisieran las praderas y los pajarillos, los
únicos inocentes en este desaguisado. Pero hay más. Si les preocupa el
medioambiente, ¿no han pensado que se contamina mucho más teniendo que frenar y
acelerar constantemente ante las amenazantes señales de tráfico que manteniendo
una velocidad constante? En realidad todo apunta a que su pretensión es la
contraria, aumentar el consumo de carburante y las facturas de los talleres. Si
les preocupara el medioambiente a estos canallas, en lugar del maldito AVE tendríamos
una red ferroviaria decente y económica, el transporte público sería mucho más
asequible y las ciudades dispondrían de carriles bici en condiciones. Eso sí sería velar por la salud
planetaria y no el invento de los impuestos
ecológicos y los céntimos verdes,
que es atracar a los conductores a mano armada y encima querer convencerlos de
que gracias a ello la berrea en la Sierra de Cazorla será más espectacular.
Qué
quieren que les diga, si de verdad consideran que los límites de velocidad actuales
se adecúan a la capacidad de conducir del personal entonces lo que urge es endurecer
y mucho los exámenes prácticos, porque es obvio que algo falla cuando un burro
es capaz de tomar una curva más rápido que un coche.
Yo
sólo digo una cosa, que no les extrañe a estos malnacidos si un día, al
detenerse uno de ellos en una gasolinera –sea para repostar o repostarse- sucede que alguien se
acuerda del adelantamiento que le hizo un día con su cochazo oficial a
doscientos por hora, lo levanta de su poltrona de cuero calefactable,
interrumpiéndole la peli de Disney, lo saca agarrado del pescuezo y con la
música de fondo de Bamby lo infla a hostias hasta dejarle el careto más feo que
el que se le queda a uno cuando ve el precio del carburante o cuando en una
recta debe clavar los frenos porque algún listo ha plantado una señal de
velocidad insultante a escasos metros de un radar. Al menos el juez habrá de
tener en cuenta como atenuante que su enajenación es comprensible, pues la
desesperación de viajar a paso de tortuga bajo amenaza de multa, dejándose un
dineral en gasofa y machacando sin necesidad la caja de cambios y los frenos, calienta
la sangre hasta la temperatura del aceite del motor y causa trastornos de
personalidad. Por no hablar de los sobreelevados
que destrozan los amortiguadores y los nervios de cualquiera, agitando el
cerebro como una coctelera de mala leche.
Que sean felices…
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